Vivimos en un tiempo de constantes experiencias que nos colocan en un ambiente de incertidumbre. La aceleración del flujo temporal, aunado a un presente colocado de forma violenta sobre los pasados y los futuros, reduce la posibilidad de tomar decisiones en comunidad. La inseguridad resultante de las formas de experimentar y subjetivar el difícil ambiente nos coloca en una situación de precariedad marcada por el desmoronamiento gradual de los restos del Estado de Bienestar, la proclamada ausencia de posibilidades a futuro y los derechos colectivo-laborales. La forma y arte de gobierno productos de este contexto pueden ser entendidos como parte de un gobierno sobre la inseguridad. Esto significa que tanto el mando y la organización (el cálculo de las técnicas de gobierno) de la precariedad se han convertido en los nuevos instrumentos de “equilibrio” entre el orden y las manifestaciones colectivas, como señala Isabell Lorey —profesora en la Universidad de Kassel y autora, entre otras publicaciones, de Estado de Inseguridad y Disputas por el sujeto. Consecuencias teóricas y políticas de un modelo de poder jurídico: Judith Butler (Argentina, La Cebra, 2017.)—.

En los lenguajes contemporáneos alrededor de las cuestiones laborales, la precariedad implica la inseguridad (los así llamados “contratos-basura”) o la carencia de la cobertura social en el trabajo. Para Lorey, sin embargo, la condición precaria abarca los cuerpos, la subjetivación, la existencia. De este modo puede observarse como una “forma de regulación” en “nuestra época histórica” que significa la extensión de lo inseguro, “lo imprevisible” o “lo contingente” en los modos de vida y trabajo mediante distintos ensamblajes (la inseguridad, la vulnerabilidad y la amenaza) de tres dimensiones: la condición precaria, la precaridad y la precarización como forma de gubernamentalidad. 

El primer concepto del trípode problematizado por Lorey es la precariedad como aquella condición “socio-ontológica de la vida y de los cuerpos”. Aunque no debe entenderse en términos antropológicos, si conlleva parte de las tonalidades que las relaciones sociales tienen en nuestro presente: el “compartir” con otras vidas en la condición precaria relacional, de vulnerabilidad existencial. Por otro lado, la precariedad nos remite a las formas políticas, sociales o jurídicas de la condición; es parte de un cierto reparto en relación a la desigualdad, la “alterificación” y, en suma, la diferenciación jerárquica entre distintas “posiciones sociales” dentro de la condición insegura que, al mismo tiempo, desplaza la capacidad de los sujetos “posicionados” como agentes en su entorno. Por su parte, la precarización como gubernamentalidad puede entenderse como aquellas formas o modos de gobierno ligadas de forma estrecha a las relaciones capitalistas y el “ideologema de la soberanía burguesa” que surgió en el pasaje entre siglos del XVIII y el XIX consistente en la libertad liberal burguesa y la “autodeterminación democrática” vinculada con la necesidad de integrar y reforzar el Estado como plano de la producción económica capitalista. 

No es raro encontrar distintas expresiones en el horizonte político que reclaman mayor seguridad. Fronteras, ciudades y espacios constituidos por la práctica soberana son regidos por la necesidad intransigente de la seguridad. Sin embargo, ésta no se agota en la mera contribución al ya mundo de límites y espacios carcelarios en el cual vivimos. En un doble movimiento crítico al tiempo que debate con el concepto de “excepción soberana” agambeniano, Lorey —expone Judith Butler en el prólogo— nos muestra a la precariedad como una operación que produce inseguridad y constituye los sujetos desde la elaboración de un “ideal político máximo” que tiene en el reforzamiento de la seguridad el objetivo último de su actuar dentro de una “normalidad precaria”.

 A partir de esta operación bifronte, Lorey  elabora una crítica importante a la filosofía del liberalismo político mediante la exposición de los mecanismos bajo los cuales la soberanía es empleada como forma de “regulación y autorregulación” sobre las “poblaciones”. Si atendemos a los recientes conflictos migratorios podemos constatar la recurrencia a la soberanía como instancia fundamental  por los lenguajes empleados en el discurso político de los países al norte. La “demanda de seguridad” que centra su atención en la amenaza encarnada por migrantes o fuerzas externas extiende la práctica de “gobernar” sobre las “poblaciones” a través del incremento constante en el reforzamiento de fronteras espaciales (e incluso conceptuales) como forma de “defensa”.

La “prevención” inmunitaria contra aquellas amenazas a la soberanía puede ser observada también mediante una perspectiva histórica. Lorey asocia dos formas de estatalidad integrales en el marco de sentido del liberalismo político. Por un lado, el ensamblaje de la protección y la inseguridad se remite a la herencia hobbesiana del “Estado de Seguridad” consistente en la capacidad de la representación soberana para cubrir la propiedad y la vida frente a los riesgos encarnados en los otros, sujetos del Estado de Naturaleza. Sin embargo no deja de ser interesante la recuperación de la misma asociación en el Estado Social durante el siglo XX. Al apuntar hacia una crítica de los métodos y mecanismos mediante los cuales las diferentes formas de estatalidad producen sus propias “formas históricas de precariedad” como garantes del gobierno y la protección, podemos observar que, en el fondo, el ensamblaje consiste en la condición precaria como parte de los efectos de dominio y seguridad a través de la protección e inmunidad soberana. 

De este modo, al pensar la soberanía en relación con la precariedad se pueden examinar y comprender los mecanismos internos a la práctica del gobierno sobre las poblaciones. Mientras que la puesta en marcha de distintas medidas autoinmunitarias son ejemplo de lo anterior, los sujetos (en su soledad soberana) se pliegan en una dinámica constante de singularización e individualización en la búsqueda de diferenciarlo de las “masas”. El resultado es un sujeto aislado, vinculado a relaciones “consigo mismo” de carácter imaginario, y alejado de las perspectivas sobre las relaciones con lo común.  Así, el denominado arte del gobierno es convertido en la conducción de las conductas tomando la individualidad constitutiva del sujeto en la condición precaria. 

¿Qué nos queda frente a las visibles operaciones de la soberanía biopolítica y el corolario de la precariedad? Tanto Lorey como Butler no optan por una “victimización” de lo común que, en el fondo, daría cuenta de un poder externo e invasivo (la “seguridad o inversión afectiva del sujeto regulado”) y despojaría a los sujetos de su capacidad por una agencia colectiva. Ambas reclaman la observación sobre las distintas manifestaciones y movilizaciones políticas que, a partir de sus demandas y protestas, intentan la reorganización de la precariedad frente a las prácticas soberanas orientadas hacia el reforzamiento de la gestión sobre las poblaciones. La “precariedad como activismo” implica la necesidad de imaginación frente a las formas de subjetividad individual como forma de resistencia y lucha-combate frente a las “falsas promesas de seguridad”.  Situar la precarización en el campo del gobierno —operación precisa para Lorey— nos conduce a observar y problematizar las relaciones entre las “relaciones económicas de explotación”, la subjetivación tambaleante en el filo de la “sumisión y empoderamiento”. En este último punto, Lorey insiste en la comprensión del empoderamiento desde sus relaciones con la gubernamentalidad y no desde una “emancipación automática” que daría pauta a formas de autogobierno consistentes en subjetivaciones dóciles. No obstante, el empoderamiento es también capaz de romper con las ideas de autogobierno automáticas y encontrar vías nuevas de rechazo a la precariedad. Los movimientos de ocupación en las plazas y sus prácticas en búsqueda de reclamar y protestar distintas a la de la representación política clásica son algunos ejemplos de cómo nos encontramos en una condición distinta al de los lenguajes políticos tradicionales. Los sujetos precarios con sus subjetivaciones individualizadas en los trabajos pasajeros o en el “abandono de los sistemas colectivos de protección social” es una perspectiva previa a considerar en las críticas desde la izquierda. 

Así pues, pensar y observar los modos de “impulsar nuevas perspectivas sobre la precarización” desde intersecciones político-culturales (instituciones o centros sociales, apunta Lorey) o la “comunicación del común” previa al “constituirse político” forman parte de lo que Paolo Virno señalara como parte de la imaginación sobre nuevos modos de ejercer o trabajar lo político. De este modo podemos lidiar con el sentido común que acepta la ausencia de posibilidades sobre las colectividades, sus programas y organizaciones en los ámbitos y aspectos laborales. La posibilidad de criticar el mecanismo de la precariedad nos conduce a observar los modos de “reconstrucción neoliberal” en aquellos “sistemas de protección colectiva” con corolarios sobre el trabajo temporal, la explotación a partir de la subjetivación e individualización o, como bien apunta Lorey, el sentido común liberal que observa en la precariedad una “liberación” frente a las formas de explotación fordistas. Dichos mecanismos (la encapsulación del sujeto y su trabajo) condicionan la organización colectiva en términos de las representaciones políticas clásicas. Por consiguiente, el ensamblaje de la precariedad significan tanto las amenazas para la organización como las condiciones actuales (las “experiencias subjetivas”, por ejemplo, de la precarización)  para las luchas políticas. 

Al problematizar el trípode, Lorey va más allá de una simple “política de la desprecarización”. No basta con las reconfiguraciones de la protección social en el Estado Social que, insiste, puede ser parte del lenguaje liberal en la medida que reproduce la inseguridad como forma de gobierno. Una política sobre la precariedad tendría que pasar por la reflexión sobre las “lógicas políticas y sociales hegemónicas de la seguridad de los Estados nación modernos” y, en una reflexión paralela, la crítica desde la conciencia de una condición precaria/precarización en relación con las formas de proteger la sociedad e implicarse dentro de la cuestión social. Por ello, preguntarnos por nuevas formas o prácticas de organizarnos sin incurrir en la individualización (el rechazo a la dependencia del yo frente al otro) de la precariedad o pensar sobre una forma de vincular a los individuos mediante “formas de autonomía” que se encuentren en función de los vínculos con los otros —el común—son algunas tareas pendientes en la izquierda crítica contemporánea. Las reflexiones de Isabell Lorey constituyen un excelente aliciente autocrítico en este sentido.

Isabell Lorey, Estado de inseguridad. Gobernar la precariedad, España, Traficantes de Sueños, 2016, prólogo de Judith Butler.