Hoy las redes sociales son escenario de un grito prolongado. Después del inicio de la epidemia del COVID-19, los espacios virtuales se inundaron de personas que deseaban “hacer algo” y se ponían a leer cuentos ante la pantalla, daban clases de yoga utilizando YouTube, escribían larguísimos textos en sus cuentas de Facebook, ponían cientos de películas a disposición, programaban seminarios… Era, ante todo, un deseo de contacto, que se enviaba al exterior como una botella al mar. Dirigido al mismo tiempo a todos y a ninguno, organizado como un gigantesco monólogo colectivo donde todos buscan a un semejante pero nadie encuentra un cuerpo en donde la palabra pueda resonar y regresar, ese mensaje, a veces, pudo tener un efecto enloquecedor. Allí emerge la figura de un ruido que fragiliza a la gente que se siente expuesta a él: más hablo, más vulnerable me siento. Más te busco, más me espanto, hasta que sólo el espanto pueda hacer que nos sintamos cercanos.

Otros intentos transitaron por un camino más íntimo y secreto. Funcionaron a través de la interpelación que va de una persona singular a la otra. Por ejemplo, la dramaturga Mariana Hartasánchez se dirigió a sus colegas actores, sobre todo a los angustiados porque no tendrían trabajo en las semanas que siguen. Prometió escribir un monólogo diferente a cada uno de ellos. Ellos, a cambio, deberían memorizar “su” monólogo, y comprometerse a presentarlo en funciones de una sola persona. Esa persona pagaba su función depositándole al actor, y luego ambos se encontraban utilizando una cámara. Alejados de la retórica de los espectáculos ensayados ante cientos de espectadores, esos encuentros secretos siguieron la lógica del uno a uno donde se dan cita dos singularidades, dos historias, dos deseos. Son irrepetibles y tienen efectos incalculables.

De manera parecida están funcionando algunas redes terapéuticas sostenidas por voluntarios que no se conocen entre sí y prestan algunos momentos de su tiempo a conversar con desconocidos. En España, algunos bibliotecarios hacen llamadas telefónicas para contar cuentos a personas sin nombre que han expresado su necesidad de escuchar un relato. Mi amiga Carola Díez me contó la historia de un profesor mexicano que envía cartas a sus estudiantes en mensajes de voz que recibe el grupo entero, pero en los que el profesor se va dirigiendo personalmente a uno, luego a otro, luego a otro… Yo tengo un grupo secreto con el que me reúno todos los lunes a leer el Decamerón. Los cuentos nos dan un espacio para conversar de lo imprevisible. En otro grupo secreto comentamos el Tristram Shandy de Laurence Sterne, hablamos de la importancia de la risa para enfrentar un tiempo sin certezas. En un grupo más, éste público, en Twitter, estamos leyendo De A para X de John Berger: somos cuarenta desconocidos que se envían mensajes privados de persona a persona, comparten anécdotas, escanean fotografías, hacen dibujos, “pierden el tiempo”. Escenificamos un encuentro íntimo a la mitad del espacio público: mostramos cómo nos escuchamos y permitimos que esa escenificación tenga efectos esperanzadores en quienes nos están observando.

Si es verdad que, como decía Silvia Bleichmar, el otro es necesario para simbolizar el terror, para tejerle una piel de símbolos a aquello paralizante que aparece descarnado, estos encuentros secretos están haciendo algo más potente que “reconstruir el tejido social”, expresión que se ha vuelto lugar común en las políticas públicas estatales de los últimos años. Estos encuentros también van a contrapelo de esas políticas públicas porque operan desde lo pequeño: no buscan una cobertura multitudinaria, no se exhiben ante los demás, no parten de grandes temas de la agenda de los derechos humanos. Eso sí: son constantes. Se nutren de la inconmensurable fuerza política de lo cotidiano. Son encuentros no pautados que dejan un amplio espacio a la aparición de lo imprevisible. Por ello son también fundamentalmente distintos de las clases en línea que siguen una lógica escolarizada y supeditan la experiencia del grupo al cumplimiento de un programa.

Fernando Ulloa. Fotografía: Arnaldo Pampillón/ Página 12
 

En un libro póstumo de delicada belleza, el psicoanalista argentino Fernando Ulloa desarrolló un tema que me importa. Se trata de la noción de “numerosidad social”. Frente a la idea abstracta del “espacio público”, la numerosidad social remite al espacio construido en el encuentro íntimo entre dos singularidades. Ese espacio tiene que ver con la posibilidad de una persona que habla y sabe que será escuchada, y que a su vez prestará la posición de escucha antes y después de haber terminado. No hay sólo hablantes y sólo escuchas: todos aprenden a correrse para dar lugar al otro, aprenden a hablar escuchando y a escuchar hablando. Cambian constantemente de posición.

Se trata de crear situaciones “donde cada sujeto sea a la vez perceptor y percibido”. En estas situaciones, decía Ulloa, se vuelve posible la reciprocidad perceptual. El espacio de la numerosidad social sigue la lógica del uno más uno, va ampliándose conforme el tejido de la escucha nacido del encuentro entre dos suma a otra persona, y luego a otra y a otra más. Ulloa teorizó la numerosidad social para tratar de explicar no sólo su experiencia como terapeuta que intervenía en movimientos sociales, sino también la experiencia curativa propia de la condición humana que ocurre cuando las personas se encuentran para organizarse y acompañarse. Yo creo que la pregunta de cómo organizarse y acompañarse está detrás de muchos de los gritos desesperados que hoy encontramos en los espacios virtuales.

El ser humano tiene dos orejas y una boca. Habla cuando su palabra se inscribe en el silencio pleno de promesas de un otro que lo precede y un otro que lo sobrevivirá. Lo contrario de la palabra no es, en este sentido, el silencio, sino el ruido, la soledad, la crueldad: el desprecio que se niega a la acogida, la sonrisa autocomplaciente de quien cree que lo sabe todo, el sarcasmo de quien nos deja sin lugar. Ulloa decía que el de la numerosidad social es “un acto de habla mirado”, una palabra que se sabe acogida y contenida. En esa contención maduran los relatos más potentes. Las situaciones de acogida y escucha hacen resonar la palabra más allá de lo que sus hablantes creen decir y saber de su decir. Frente a la cancelación de alternativas que ocurre en la cárcel de la soledad, en los espacios de conversación tejidos por sujetos numerosos se vuelve posible el ejercicio del humor y la curiosidad: una risa que es una forma de la valentía y vuelve flexible la realidad y nuestra posición ante ella. A decir de Ulloa la risa numerosa devuelve la realidad a lo conjetural y por ello es fundamental para romper la parálisis. Hace posible persistir en la exploración de lo que parece cerrado y completo, y la enunciación de certezas es devuelta como enigma. Se trata de efectos alteradores de las estructuras subjetivas donde el que habla es transformado por la escucha de quien resuena con él, de la misma manera que el que escucha es removido por la palabra que acoge. Así es como se rompe el encierro subjetivo, que es más doloroso y profundo que el encierro físico. Yo creo que muchos de esos gritos de auxilio están intentando romper el encierro, y logran romperlo cuando el grito se modula y es contenido por un otro a quien se encuentra.

Desde estas coordenadas leo este deseo del semejante que ha encontrado expresiones disímiles en estas últimas semanas habitadas por la crisis. No creo que haya gobierno en el mundo capaz de aguantar la presión política que esa crisis va a significar. Las malas acciones pueden tener consecuencias desastrosas, pero no hay garantía de que las buenas acciones puedan detener lo que está por venir. La pandemia traerá recesión y profundizará la desigualdad. La crisis hará reventar las estructuras estatales. Diferentes pescadores intentarán ganar con ese río revuelto. Como ocurrió en el sismo que vivimos en México durante septiembre de 2017, veremos cómo las autoridades de todos los países serán rebasadas por el contagio, y ello llevará a la furia de las personas que habían delegado su soberanía en un poder fantasmal a cambio de protección y seguridad. En algunos contextos, ello llevará a una destitución general de la política y a una recuperación temporal de la soberanía; en muchos contextos más, ello alimentará una pulsión fascista que llevará a esas personas a buscar poderes más monstruosos capaces de ofrecerles seguridad. Habrá chivos expiatorios que se encarnarán en médicos y enfermos, extranjeros portadores del contagio y vecinos “traidores” por salir a la calle.

Frente a esos escenarios será fundamental recuperar la fuerza política de los encuentros que hemos ensayado en este tiempo sin certezas. Será necesario recordar cómo en ellos recuperamos la calma y aprendimos a habitar la duda. Será necesario fortalecer esos espacios numerosos donde la escucha habilita un intento de hacer gracias al cual se aprende. Espacios de escucha en donde el espejo refractado de los otros permite regresar a la historia de mi desgracia y encontrar líneas de fuga, constelaciones sorprendentes, espacios en donde es posible intervenir para vivir de otra manera. Conforme las certezas aprendidas se hagan más sólidas y avancen el resentimiento, el odio y la polarización, será necesario recordar cómo aprendimos a reír y mantenernos flexibles para ensayar la pregunta por un futuro distinto cuyos contornos aún no conocemos.